Las Hijas








 Las Hijas 

Sajkim. 

El trece de diciembre de mil ochocientos veintiocho, en la localidad de Navarro, el  general Lavalle, a pesar de haber perdido la batalla, luego de que dos oficiales capturaran al  coronel Dorrego, ordenó su ejecución, su fusilamiento propiamente dicho. En un corral,  detrás de una iglesia, ocurrió el acontecimiento que desencadenaría una guerra civil que  duraría años. El nueve de octubre de mil ochocientos cuarenta y uno, una bala federal  asesinó al general. A ambos le sobrevivieron sus esposas e hijos.  

Lo que sigue es el fragmento de lo que dos mujeres pudieron haber dicho o sentido,  ante la tragedia que las encontró de muy pequeñas.  

La caridad, así como el odio, son armas poderosas, ambas pueden llegar a consumir  la vida de un ser humano, ya sea si se quiere redimir a un hombre de historia, como si se  quiere condenar a alguien por un crimen atroz.  

La escena transcurre en los últimos minutos de reflexión de Dolores e Isabel. 

Dolores. Mi padre. Mi padre fue un gran hombre, valiente y noble. Convencido de que luchaba por el bien público, cometió un crimen aberrante. Capturó al enemigo, lo juzgó  sin defensa, lo ejecutó sin sentencia. Ordenó fusilar a un hombre que conocía y puedo decir  que admiraba. 

Ese día de diciembre, persiguió la memoria de mi padre hasta el último momento de  su vida. Sabía que lo que había hecho era incorrecto, asumió toda la responsabilidad. Nunca  mintió al respecto, aunque se le insinuó que mintiera en actas. Nunca se excusó, mas que  para defender la causa que sus convicciones acompañaban firmemente. 

No puedo deshacer lo que hizo, nadie puede. Nunca pude. Dediqué mi vida a  ayudar, a borrar ese negro capítulo de nuestra historia. Sentí vergüenza muchas veces de  escuchar mi apellido.  

Beneficencia y donaciones. Siempre con el afán de limpiar la conciencia de mi  querido padre, pero una mala acción no puede borrarse con miles de las buenas. 


Mis disculpas tampoco sirven. Solo me queda el anhelo y deseo de que ninguna otra  familia sea presa de la tragedia, como lo fueron las nuestras. No tuve el valor de acercarme  a su familia, en vano hubiera sido, pero quizás una palabra o una mano hubiera aliviado el  peso en mí ya marchito corazón. 

La república ya obtuvo la sangre de demasiados hombres valientes y honorables, ya  no necesita más. Que la sangre de más nadie sea derramada.  

Isabel. Mi padre. Mi padre fue el hombre más honrado y valiente que está nación ha  visto jamás.  

Nunca creyó que los hombres que lo rodeaban cometerían tal acto de traición. No  pudo defenderse. No supo el motivo.  

Acepto su fatal destino con honradez. En sus últimos momentos pensó en nosotras,  perdonó a sus enemigos, y siempre pensando en el bien de la patria, jamás insto a que se  retomará represalias. ¿Qué represalias o consecuencias iba a haber si todos lo traicionaron?  Ratas y cobardes, tengo peores epítetos para los que lo entregaron en Navarro, pero soy una  dama. Mi padre legó su vida al Estado. 

Los nombres que lo condenaron eran sus colegas, él, misericordioso como era, les  dio una carrera, los puso en el lugar. No mostraron lealtad.  

Cada aniversario, cuando se me entrega esa bandeja, imaginó que es su cabeza. Lo  odié, todavía lo sigo haciendo, a pesar de que su cadáver se pudre en el norte. Nos arrebató  a mi hermana y a mí a un amoroso padre.  

Estuvo solo. Guiado por la providencia divina, vio al soldado frente al fusil y estoy  segura de que no le guardo rencor. No culpó al tirador, solo al traidor.  

Veo mi sortija y lo recuerdo con cariño. Ya nadie lo recuerda. Anhelo que la  posteridad, cuando pronuncié su nombre sienta el fervor por la –república, como él lo  hacía. 

Sé que son mis últimos momentos, la vida me abandona. Veré a mi padre otra vez.  El infierno es morada de los traidores. Cuando el señor me juzgue, entenderá mi rencor, mi  odio, mi dolor, así como yo entendí que fue obra de la justicia divina la bala que atravesó  aquella cerradura y le dio muerte.


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